Por: María Isabel Losa, editora adjunta de The Review of Religions en español
En este breve artículo compartiré mis pensamientos, sentimientos y el impacto que tiene la promesa de Lallna cuando la recitamos en voz alta en nuestras reuniones y encuentros.
Nuestro juramento refleja nuestro kalima (testimonio de nuestra fe), que es el núcleo de nuestras creencias.
Esto es lo que nos convierte en mujeres musulmanas: nuestra creencia en la existencia de un Dios y en Su Mensajero, nuestro Santo Maestro, el Santo Profeta Muhammad saw.
Pero al mismo tiempo refleja las responsabilidades y exigencias que nuestra fe nos impone. Como mujeres musulmanas ahmadíes, se espera de nosotras que ejemplifiquemos lo que significa ser verdaderamente piadosas, dando ejemplo de devoción, abnegación y firmeza. Tenemos la tarea de servir a nuestra fe de la manera más elevada y sincera.
Cuando leo la promesa o hago este juramento solemne, recuerdo los sacrificios que se me exigen, ya sea en mi vida, mi tiempo, mis bienes, mis hijos, mi familia o cualquier otra cosa que aprecie. En ese momento, reflexiono sobre la verdad de que todo lo que tengo es un regalo de Dios Todopoderoso. Mi familia, mis hijos, mi marido, mis padres, mis hermanos, mi casa, la comida que como, el agua que bebo y la ropa que llevo -todas las bendiciones de las que disfruto- me han sido dadas por Él, sin ninguna contribución de mi parte.
Me doy cuenta de que no poseo nada en este mundo. Todo lo que tengo pertenece a Dios. Es mi deber, por gratitud a Su inmensa generosidad, devolver, compartir o sacrificar voluntariamente lo que Él me ha confiado siempre que se me pida. ¿Por qué no querría sacrificarme por mi Creador, que me ha dado mi vida, mi alma, mi propia existencia, el aire que respiro y el sustento que consumo? ¿No sería egoísta de mi parte retener lo que Él me ha dado, negándome a utilizarlo a Su servicio o a compartirlo cuando llegue el momento?
Ni siquiera mi tiempo es mío. El tiempo es un regalo de Dios.
¿Por qué, entonces, no querría dedicarlo de la mejor manera posible: sirviendo a Su religión y difundiendo el mensaje del islam a quienes aún no lo han escuchado?
Esto es lo que siento cuando leo la promesa: Siento que no tenía nada y Dios me lo dio todo. No tenía ningún conocimiento del islam, y Él me concedió el don inestimable de la fe. Siento que no soy nada sin mi Dios. Estas reflexiones me humillan profundamente, y me doy cuenta de lo pequeño e insignificante que soy, como una minúscula partícula en la inmensidad del universo. Sin embargo, incluso en esta pequeñez, me siento bendecido y dichoso de que Dios me haya elegido para servirle en cualquier humilde capacidad que pueda.
Es a través de Su Jalifa, el representante de Dios en la tierra, que aprendemos la mejor manera de servir. Sólo nuestro amado Jalifatul Masih puede guiarnos y alejarnos del error. Esta bendita promesa, por lo tanto, sirve como un poderoso recordatorio, una llamada a servir a nuestra fe sin vacilación, sin demora y sin interrupción. Nos recuerda que debemos estar siempre listos para Dios, ya que Él siempre ha estado, siempre está y siempre estará ahí para nosotros.
Que Dios se apiade de nosotros, nos colme de sus innumerables bendiciones y nos cuente entre los justos. Amin.
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