Los rumores de la muerte del Profeta(sa), y la noticia de la derrota del ejército musulmán, llegaron a Medina antes de que el resto de la fuerza musulmana pudiera alcanzar la ciudad. Las mujeres y los niños fueron corriendo hacia Uhud. Muchos de ellos supieron la verdad por los soldados, y regresaron de nuevo a la ciudad. Una mujer de la tribu de Banu Dinar continuó hasta llegar a Uhud. Esta mujer había perdido a su marido, a su padre y a su hermano en la batalla. Según algunos comentaristas, también había perdido a un hijo. Un soldado que venía de la batalla la vio y le dijo que su padre había muerto. Ella respondió: “No me preocupa mi padre; infórmame sobre el Profeta(sa)”. El soldado sabía que el Profeta(sa) estaba vivo, por lo que no contestó inmediatamente a su pregunta, sino que continuó hablando de su hermano y su marido, que también habían muerto. Ante cada noticia, ella permanecía impasible y seguía preguntando: “¿Qué ha hecho el Profeta(sa) de Dios?”. Era una frase extraña, pero si tenemos en cuenta que era expresada por una mujer, nos deja de parecer extraña. Las emociones de la mujer son intensas. A menudo se dirige al muerto como si estuviera vivo. Si se trata de un familiar próximo, tiende a reprocharle, preguntándole por qué la abandona, dejándola sola e indefensa. Es habitual que muchas mujeres lamenten de esta forma la pérdida de sus seres queridos. La expresión utilizada por esta mujer, por lo tanto, es la propia de una mujer que lamenta la muerte del Profeta(sa). Esta mujer amaba al Profeta(sa) y se negó a aceptar que estaba muerto aún después de oír tal noticia. Al mismo tiempo, no negaba la noticia, sino que repetía con una tristeza típicamente femenina: “¿Qué ha hecho el Profeta(sa) de Dios?”. Al decir esto, aparentaba que el Profeta(sa) estaba vivo, y se quejaba de que un líder tan leal como él hubiera elegido darles a todos el dolor de la separación.
Cuando el soldado vio que a esta mujer no le importaba la muerte de su padre, su hermano ni su marido, comprendió la profundidad de su amor hacia el Profeta(sa), y dijo: “En cuanto al Profeta(sa), está como tú quieres, vivo.” La mujer le pidió que le mostrara al Profeta(sa). Señaló una parte del campo de batalla. La mujer se precipitó hacia aquel lugar, y al llegar al Profeta(sa) asió su capa con la mano, y besándola, dijo: “Que mi padre y mi madre sean sacrificados por ti, Profeta(sa) de Dios. Si tú vives, no me importa la muerte de nadie” (Hisham).
Se puede observar, pues, la fortaleza y devoción que los musulmanes – hombres y mujeres – mostraron en esta batalla. Los autores cristianos narran con orgullo la historia de María Magdalena y sus compañeros, y nos describen su valentía y devoción. Dicen que de madrugada se escaparon de los judíos y se dirigieron a la tumba de Jesús(as). Pero esto no tiene comparación con la devoción demostrada por esta musulmana de la tribu de Dinar.
La historia nos ofrece otro ejemplo. De regreso a Medina, después de ser enterrados los muertos, el Profeta(sa) vio a un grupo de mujeres y niños que habían salido de Medina para recibirle. Sa’d bin Mu’adh, un jefe medinita, sujetaba la cuerda de su camello. Sa’d llevaba el camello con orgullo, como si quisiera proclamar al mundo que los musulmanes, después de todo, habían logrado traer al Profeta(sa) a Medina sano y salvo. Al avanzar, vio a su anciana madre que salía a recibir a los musulmanes que volvían. Esta anciana no veía bien. Sa’d la reconoció y dirigiéndose al Profeta(sa), dijo: “Profeta(sa), te presento a mi madre.”
“Que venga”, dijo el Profeta(sa).
La mujer avanzó e, intentó buscar el rostro del Profeta(sa). Por fin consiguió verlo, y se alegró. El Profeta(sa), al verla, dijo: “Mujer, lamento la pérdida de tu hijo.”
La mujer devota respondió: “Al verte vivo, he tragado todas mis desgracias”. La expresión árabe fue “He asado mis desgracias, y las he tragado” (Halbiyya, Vol. 2, pág. 210). ¡Qué profundidad de emoción indica esta expresión! Normalmente, la tristeza consume a la persona, y esta anciana había perdido a su hijo, el apoyo de su vejez. Pero dijo que en vez de permitir que la tristeza la devorara, había ella devorado a su tristeza. El hecho de que su hijo hubiera muerto por el Profeta(sa) la consolaría durante el resto de su vida.
El Profeta(sa) llegó a Medina. En la batalla, habían muerto muchos musulmanes y otros muchos volvían heridos. Sin embargo la batalla no se puede considerar como una derrota para los musulmanes. Los incidentes que hemos mencionado demuestran lo contrario. Demuestran que Uhud fue una victoria tan grande como cualquier otra. Los musulmanes que ahora estudian las primeras épocas de su historia encontrarán en Uhud una fuente de apoyo e inspiración.
En Medina, el Profeta(sa) volvió a su misión, ocupándose de nuevo de la formación y educación de sus seguidores. Pero, al igual que antes, su trabajo no dejó de sufrir interrupciones. Después de Uhud, los judíos incrementaron su osadía, y los hipócritas volvieron a emerger de nuevo. Empezaban a pensar que la erradicación del islam estaba a su alcance, y que a ellos les incumbía esta tarea. Sólo era preciso un esfuerzo conjunto. Por consiguiente, los judíos empezaron a utilizar nuevos métodos de vejación. Publicaron versos llenos de insultos graves al Profeta(sa) y su familia. En una ocasión, el Profeta(sa) tuvo que acudir a una fortaleza judía para resolver una disputa. Los judíos tramaron arrojar una roca de envergadura sobre él, para así acabar con su vida. Pero el Profeta(sa) recibió un aviso de Dios. A menudo recibía tales oportunos avisos. Abandonó su asiento sin decir nada. Más tarde, los judíos confesaron esta malintencionada intriga. También insultaban a las mujeres musulmanas en la calle. En un incidente provocado por esta causa, un musulmán perdió la vida. En otra ocasión, los judíos apedrearon a una muchacha musulmana, que murió con gran dolor. La conducta de los judíos provocó tal empeoramiento en sus relaciones con los musulmanes que éstos se vieron obligados a luchar contra ellos. Sin embargo, los musulmanes se limitaron a expulsar a los judíos de Medina. Una de las dos tribus judías emigró a Siria. De la otra, algunos se fueron a Siria y otros se instalaron en Jaibar, un asentamiento judío bien protegido, al norte de Medina.
En el período de paz entre Uhud y la siguiente batalla, el mundo vio un ejemplo extraordinario de la influencia del islam sobre sus seguidores. Nos referimos a la prohibición de las bebidas alcohólicas. Ya hemos señalado en nuestra descripción de la condición de la sociedad árabe anterior al islam, que los árabes eran unos bebedores empedernidos. Era costumbre de todas las casas árabes beber cinco veces al día. La pérdida de control bajo la influencia de la bebida constituía una práctica común, y lejos de sentir vergüenza por tal práctica, los árabes la consideraban una virtud. Cuando llegaba un invitado, el ama de casa tenía el deber de ofrecer bebidas alcohólicas a todos los presentes. No resultó fácil disuadir a la gente de un hábito tan nocivo. Pero en el cuarto año después de la Hégira, el Profeta(sa) recibió la orden de prohibir el consumo de alcohol. Con la promulgación de tal orden, la bebida desapareció de Medina.
Según los documentos históricos, al recibir la revelación que prohibía el alcohol, el Profeta(sa) envió a un Compañero para que proclamara en las calles de Medina la nueva orden. En aquellos momentos se estaba celebrando una fiesta en la vivienda de un ansari (musulmán mequí). Había muchos invitados, y se servían copas de vino. Ya se había acabado una tinaja, y otra iba a ser servida. Muchos invitados ya estaban totalmente embriagados y otros estaban a punto de perder el sentido. En estas condiciones, oyeron a alguien proclamar que la bebida había sido prohibida por el Profeta(sa)bajo orden divina. Un invitado se levantó diciendo: “Parece tratarse de una prohibición contra la bebida; vamos a comprobar si es verdad.” Al escucharlo, se levantó otro invitado, y mientras rompía en pedazos la tinaja con su bastón, dijo: “Primero obedeced y después preguntad. Es suficiente haber oído el pregón. No está bien seguir bebiendo mientras nos informamos. Es preferible arrojar el vino a la calle, y después informarnos acerca de este anuncio” (Bujari y Muslim, Kitab al-Ashriba).
Este musulmán tenía razón. Pues de haberse efectivamente prohibido las bebidas alcohólicas, hubieran cometido un pecado de haber seguido bebiendo; por el contrario, si no se hubiera prohibido, no hubieran perdido mucho por arrojar por una vez el vino a la calle. Tras este pregón, desapareció de la sociedad musulmana entera la costumbre de beber alcohol. No fue necesario ningún esfuerzo especial ni campaña alguna para producir este cambio revolucionario. Los musulmanes que oyeron esta proclamación y fueron testigos de la rápida respuesta que recibió, vivieron hasta los setenta u ochenta años de edad. No se conoce el caso de ningún musulmán que, tras oír esta prohibición, hubiera mostrado la debilidad de infringirla. De haber existido, hubiera sido la de alguien que nunca tuvo la oportunidad de estar bajo la influencia directa del Profeta(sa).
Comparemos con esto el movimiento de prohibición en los Estados Unidos, y los esfuerzos realizados durante tantos años en Europa por promover la abstinencia. En un caso, una simple proclamación del Profeta(sa) fue suficiente para erradicar un mal social profundamente arraigado en la sociedad árabe. En el otro, la prohibición fue decretada mediante leyes especiales. Tanto la policía como el ejército y los oficiales de aduana se esforzaron en conjunto por suprimir el mal del alcohol, pero fracasaron y se vieron obligados a reconocer su fracaso. Ganaron los alcohólicos sin que el mal del alcohol pudiera combatirse. Se dice que ésta es una época de progreso social. Pero cuando comparamos nuestra época con la del inicio del islam, nos preguntamos cuál de las dos realmente merece tal descripción, nuestra época o la época en la que el islam consiguió esta gran revolución social.
Lo que ocurrió en Uhud no se podía olvidar fácilmente. Los mequíes consideraban a Uhud como su primera victoria sobre el islam. Publicaron la noticia por toda Arabia y utilizaron su victoria para incitar a las tribus árabes contra el islam, y para persuadirles de que los musulmanes no eran invencibles. Si seguían prosperando, no era gracias a su fuerza sino a la debilidad de los árabes ortodoxos e idólatras. Un esfuerzo común por parte de los árabes idólatras provocaría sin dificultad la derrota de los musulmanes. El resultado de tal propaganda fue la intensificación de la hostilidad contra los musulmanes. Las restantes tribus árabes comenzaron a superar a los mequíes a la hora de hostigar a los musulmanes. Algunos empezaron a atacarles abiertamente mientras que otros lo hacían de forma furtiva. En el cuarto año después de la Hégira, dos tribus árabes, los ‘Adl y los Qara, enviaron representantes al Santo Profeta(sa) para decirle que muchos de sus hombres se inclinaban hacia el islam.
Pidieron que el Profeta(sa) les enviara a algunos musulmanes con experiencia en la enseñanza del islam, para convivir entre ellos y enseñarles la Nueva Religión. En realidad se trataba de una intriga por parte de los Banu Lihyan, enemigos declarados del islam. Enviaron al Profeta(sa) a estos representantes, con la promesa de ofrecerles a cambio una amplia recompensa. El Profeta(sa), sin sospechar, accedió a su petición y envió a diez musulmanes para enseñar a las tribus los principios y enseñanzas del islam. Cuando este grupo llegó al territorio de los Banu Lihyan, sus acompañantes propagaron la noticia de su llegada a las tribus, instigándoles a detener al grupo o poner fin a su vida. Tras esta siniestra sugerencia, doscientos hombres armados de la tribu de Banu Lihyan salieron a la búsqueda del grupo de musulmanes a quienes finalmente alcanzaron en un lugar llamado Rayi. Se produjo un encuentro entre los diez musulmanes y sus doscientos enemigos. Pero los musulmanes poseían una fe inquebrantable, y el enemigo carecía totalmente de ella. Los diez musulmanes subieron a un promontorio y desafiaron a los doscientos. Los infieles intentaron disuadirles mediante la intriga. Ofrecieron perdonarles la vida si descendían del monte. Pero el jefe del grupo contestó que ya habían visto suficiente de las promesas de los incrédulos. Con estas palabras, se volvieron hacia Dios y rezaron. Dios conocía bien su situación. ¿No era justo que Él informara al Profeta(sa) de todo esto? Los infieles, viendo la resistencia de los musulmanes, se lanzaron al ataque. El grupo musulmán luchó sin pensar en su posible derrota. Siete de los diez murieron luchando. A los tres restantes, los enemigos repitieron su promesa de dejarles vivir si bajaban del monte. Estos tres les creyeron, y se rindieron. Tan pronto como lo hicieron, fueron maniatados por los incrédulos. Uno de los tres dijo: “Éste es el primer incumplimiento de vuestra promesa. Sabe Dios lo que haréis después.” Diciendo esto, se negó a acompañarles. Los incrédulos empezaron a golpear a su víctima, arrastrándolo por el camino. Pero se sentían tan intimidados por la determinación y la resistencia mostradas por este hombre, que decidieron matarle inmediatamente.
A los dos restantes se los llevaron y los vendieron como esclavos a los quraishíes de La Meca. Uno de ellos era Jubaib, y el otro Zaid. El que compró a Jubaib decidió matarle para así vengar a su propio padre, que había muerto en la batalla de Badr. Un día, Jubaib pidió una navaja para afeitarse. Tenía la navaja en la mano cuando un niño de la casa se acercó a él por curiosidad. Jubaib cogió al niño y lo sentó en su regazo. Al ver esto, la madre del niño se atemorizó. Tenía su mente llena de sentimientos de culpabilidad. Este hombre, a quien en pocos días iban a asesinar, ahora sujetaba una navaja muy cerca de la cabeza de su hijo. Estaba convencida de que lo iba a matar. Jubaib vio la consternación en el rostro de la mujer, y le dijo: “¿Crees que voy a matar a tu hijo? No pienses eso ni por un momento. No soy capaz de semejante barbaridad. Los musulmanes no engañamos.” La mujer quedó impresionada por el comportamiento abierto y honrado de Jubaib. Esto permaneció siempre en su recuerdo, y solía decir que nunca había visto a ningún prisionero como Jubaib. Finalmente, los mequíes llevaron a Jubaib a un campo abierto para celebrar su ejecución en público. Al llegar la hora prescrita, Jubaib pidió permiso para recitar dos rak’ats de oración. Los quraishíes accedieron a su petición, y Jubaib se dirigió a Dios, delante del público, en lo que fueron sus últimas oraciones de este mundo. Al terminar, comentó que deseaba seguir rezando, pero que no lo haría para que no pensaran que tenía miedo a la muerte. Entonces, se entregó al verdugo. Mientras lo hacía, cantaba estos versículos:
“Con tal de que muera musulmán, no me preocupa que mi cuerpo sin cabeza caiga a la izquierda o la derecha. ¿Por qué ha de preocuparme? Mi muerte es por Dios; si Él quiere, puede bendecir cada parte de mi cuerpo desmembrado” (Bujari).
Apenas hubo terminado de murmurar estos versículos cuando la espada del verdugo lo golpeó, separando la cabeza de su cuerpo. Entre los que se habían reunido para celebrar este asesinato público se encontraba Sa’id bin ‘Amir, que posteriormente se convirtió al islam. Se dice que cuando se mencionaba la ejecución de Jubaib en su presencia, siempre sufría un arrebato (Hisham).
Al segundo prisionero, Zaid, también lo llevaron para ejecutarle. Entre el público se encontraba Abu Sufyan, jefe de La Meca. Abu Sufyan se dirigió a Zaid, diciendo: “¿No hubieras deseado que Muhammad(sa) estuviera en tu lugar? ¿No hubieras preferido estar a salvo en tu casa, y que Muhammad(sa) estuviera aquí en nuestras manos?”.
Zaid contestó con orgullo: “¿Qué dices, Abu Sufyan? Juro por Dios que preferiría morir antes que ver al Profeta(sa) pisar una espina en una calle de Medina.” Abu Sufyan no pudo evitar quedar impresionado por tal devoción. Miró asombrado a Zaid y declaró pausadamente y sin dudar: “Juro por Dios que nunca he conocido a nadie que ame tanto a otro como los Compañeros de Muhammad(sa) aman a Muhammad(sa)” (Hisham, Vol. 2).
En aquellos días, algunos habitantes de Nayad pidieron al Profeta(sa) que enviara a unos musulmanes para enseñarles el islam. El Profeta(sa) no confiaba en ellos. Pero Abu Bara’, jefe de la tribu de los ‘Amir, se encontraba por casualidad en Medina. Se ofreció como garantía para la tribu, asegurando al Profeta(sa) que no les causarían ningún daño. El Profeta(sa) eligió a setenta musulmanes que sabían el Corán de memoria. Cuando este grupo llegó a Bi’r Ma’una, uno de ellos, Haram bin Malhan, se dirigió al jefe de los ‘Amir (sobrino de Bara’) para transmitirle el mensaje del islam. Parece que Haram fue bien recibido por los hombres de la tribu. Pero mientras se dirigía al jefe, un hombre se le acercó por la espalda y atacó a Haram con una lanza. Haram murió en el acto. Cuando la lanza le atravesaba el cuello a Haram, se le oyó decir: “Dios es grande. El Señor de la Ka’ba es mi testigo; he alcanzado mi meta” (Bujari).
Tras asesinar a Haram impíamente, los jefes de la tribu incitaron a los demás a atacar al grupo de docentes musulmanes. Los hombres protestaron: “Nuestro jefe, Abu Bara’, se ha ofrecido como garantía; no podemos atacarles.” Entonces, estos jefes solicitaron la ayuda de las dos tribus que habían pedido anteriormente al Profeta(sa) que les enviara instructores musulmanes, y también a otras tribus, y atacaron al grupo musulmán. La simple declaración: “Hemos venido para predicar y enseñar; no para luchar” no hizo efecto. Se inició la matanza del grupo y todos fueron asesinados menos tres. Uno de los supervivientes estaba cojo, y se había subido a lo alto de un monte antes de iniciarse el encuentro. Dos más se habían adentrado en un bosque en busca de comida para sus camellos. Al volver del bosque, encontraron a sesenta y seis de sus compañeros muertos en el campo de batalla. Consideraron qué debían hacer. Uno dijo: “Debemos informar al Santo Profeta(sa)”.
El otro contestó: “No puedo abandonar el lugar donde han matado al jefe de nuestro grupo, a quien el Profeta(sa) nombró.” Con estas palabras se lanzó, solo, contra los incrédulos y murió luchando. El otro fue capturado, pero más tarde fue liberado en cumplimiento de una promesa hecha por el jefe de la tribu. Entre los musulmanes asesinados se encontraba ‘Amir bin Fuhaira, un liberto de Abu Bakr(ra). Su asesino fue un tal Yabbar, que más tarde se convirtió al islam. Yabbar atribuye su conversión a esta matanza de musulmanes.
“Cuando estaba a punto de matar a ‘Amir”, dice Yabbar, “le oí decir: ‘Por Dios, he alcanzado mi meta’. Pregunté a ‘Amir por qué un musulmán decía tales cosas en el momento de morir. ‘Amir me explicó que los musulmanes consideraban la muerte por la causa de Dios como una bendición y una victoria.” A Yabbar le impresionó tanto esta respuesta que inició un estudio minucioso del islam y finalmente se hizo musulmán (Hisham y Usud al-Ghaba).
Las noticias de estos dos incidentes tristes, en los que murieron unos ochenta musulmanes como resultado de una perversa intriga, llegaron simultáneamente a Medina. Las víctimas no eran hombres corrientes, sino portadores del Corán. No habían cometido ningún delito, ni habían perjudicado a nadie. Tampoco habían tomado parte en ninguna batalla. Habían sido entregados a manos de sus enemigos mediante una mentira perpetrada en nombre de Dios y de la religión. Estos hechos demuestran definitivamente que la enemistad hacia el islam era intensa y profunda. Sin embargo, igualmente intensa y profunda era la devoción que los musulmanes sentían por el islam.
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