Por: Hazrat Mirza Bashirud-Din Mahmud Ahmad
Dirigiéndose a los Banu Quraiza, les hizo la misma pregunta; ellos también aceptaron. Después, tímidamente, señaló con el dedo hacia donde estaba el Profetasa y preguntó si los de aquel lado también aceptarían acatar su juicio. Al oírle, el Profetasa contestó: “Sí” (Tabari e Hisham). Entonces Sa’dra dio a conocer su juicio de acuerdo con el siguiente mandamiento de la Biblia:
Cuando te acerques a una ciudad para combatir contra ella, le propondrás la paz. Si ella te responde con la paz y te abre las puertas, todo el pueblo que se encuentra en ella te deberá tributo y te servirá. Pero si no hace la paz contigo, y te declara la guerra, la sitiarás. Yahveh tu Dios la entregará en tus manos, y pasarás a filo de espada a todos sus varones; las mujeres, los niños, el ganado, todo lo que haya en la ciudad, todos sus despojos, los tomarás como botín. Comerás los despojos de los enemigos que Yahveh tu Dios te haya entregado. Así has de tratar a las ciudades muy alejadas de ti, que no forman parte de estas naciones. En cuanto a las ciudades de estos pueblos que Yahveh tu Dios te da en herencia, no dejarás nada con vida, sino que las consagrarás al anatema: a hititas, amorreos, cananeos, perizitas, jivitas y jebuseos, como te ha mandado Yahveh tu Dios, para que no os enseñen a imitar todas estas abominaciones que ellos hacían en honor de sus dioses: ¡pecaríais contra Yahveh, vuestro Dios! (Deuteronomio, 20:10-18).
De acuerdo con la enseñanza de la Biblia, si hubieran ganado los judíos y hubiera perdido el Profetasa, todos los musulmanes (hombres, mujeres y niños) habrían sido asesinados. La historia nos ha enseñado que tal era, efectivamente, la intención de los judíos. Como mínimo, los judíos habrían matado a los hombres, tomado a las mujeres y los niños como esclavos y se habrían apropiado de sus bienes, siendo éste el tratamiento prescrito en el Deuteronomio para las naciones alejadas. Sa’dra mantenía relaciones amistosas con los Banu Quraiza. Su tribu estaba aliada con la de ellos. Cuando vio que los judíos se habían negado a aceptar el juicio del Profetasa, rechazando así el castigo menor prescrito para tal delito en el Islam, decidió imponer a los judíos el castigo prescrito por Moisés. La responsabilidad de este juicio no recae, por tanto, en el Profetasa ni en los musulmanes, sino en Moisés y su enseñanza, y en los judíos que habían tratado tan cruelmente a los musulmanes. Se les ofreció un juicio misericordioso pero, lejos de aceptarlo, exigieron un juicio por parte de Sa’dsa, quien optó por castigarles de acuerdo con la ley de Moisés. Y sin embargo, aún hoy los cristianos difaman al Profetasa del Islam, diciendo que trató con crueldad a los judíos. Si eso fuera cierto, ¿por qué no trató con la misma crueldad a otros pueblos en otras ocasiones? Hubo muchas ocasiones en las que los enemigos del Profetasa se vieron obligados a pedir clemencia, y nunca la pidieron en vano. En esta ocasión, el enemigo insistió en que el juicio fuera dictado por otro, y no por el Profetasa. Este juez, nombrado por los mismos judíos para actuar de árbitro entre ellos y los musulmanes, preguntó al Profetasa y a los judíos, en público, si estaban dispuestos a aceptar su veredicto. Tras recibir su consentimiento, pasó a anunciar su decisión. ¿En qué consistía tal veredicto? Simplemente en la aplicación de la ley de Moisés al delito de los judíos. ¿Por qué no habrían de aceptarlo? ¿No se consideraban acaso seguidores de Moisés? Si se perpetró alguna crueldad, los judíos la infligieron sobre ellos mismos. Se negaron a aceptar el juicio del Profetasa pidiendo, en su lugar, la aplicación de su propia ley religiosa. Si hubo crueldad, sólo es atribuible a Moisés, que estableció este castigo para el enemigo sitiado y lo hizo constar en su libro bajo el mandato de Dios. Los escritores cristianos, por tanto, no deben derramar su ira sobre el Profetasa del Islam. Más bien, han de condenar a Moisés, que prescribió esta cruel condena, o al Dios de Moisés, que le ordenó hacerlo.
Después de la Batalla de la Fosa, el Profetasa declaró que a partir de ese momento, los paganos no atacarían a los musulmanes, sino que los musulmanes atacarían a los paganos. Las cosas iban a cambiar. Los musulmanes tomarían la ofensiva contra las tribus y los grupos que hasta ahora les habían atacado sin justificación. Las palabras del Profetasa no eran una mera amenaza. En la Batalla de la Fosa, los confederados árabes no habían registrado grandes bajas. Perdieron tan sólo unos cuantos hombres. Podrían haber vuelto a atacar Medina en menos de un año, y con mejores preparativos. En lugar de un ejército de veinte mil hombres, podrían haber reunido una fuerza de cuarenta o de hasta cincuenta mil hombres. Tampoco habría sido imposible levantar un ejército de cien mil o ciento cincuenta mil soldados. Pero durante veintiún años los enemigos del Islam habían hecho todo lo posible para erradicar al Islam y a los musulmanes. El fracaso repetido de sus planes había socavado su confianza y empezaban a temer que todo cuanto enseñaba el Profetasa fuera la verdad, que sus ídolos y dioses nacionales fueran falsos; y el Creador fuera el Único Dios. La idea de que el Profetasa tenía razón y ellos se equivocaban empezaba a calar en sus corazones. Sin embargo, no mostraban ningún signo externo de su temor. Físicamente, los incrédulos se comportaban como siempre; rezaban ante sus ídolos de acuerdo con la costumbre nacional. Pero su espíritu estaba destruido. Externamente vivían como paganos e incrédulos, pero por dentro sus corazones parecían hacer eco del lema musulmán: “No hay otro Dios que Al’lah”.
Tras la batalla de la Fosa, el Profetasa, como ya hemos señalado, declaró que en el futuro los incrédulos ya no atacarían a los musulmanes, sino que serían los musulmanes los que atacarían a los incrédulos. La tolerancia musulmana había llegado a sus límites, y la situación debía cambiar (Bujari, Kitab al-Maghazi).
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