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Curar las heridas de la guerra mediante la jilafat-e-ahmadía

Por Safeta Cerimovic, USA

Cuando era chica me tocó sobrevivir a la guerra de Bosnia, me quedaron grabados recuerdos de trauma, desarraigo y heridas muy profundas causadas por el odio sembrado en una época de muchísimo sufrimiento. Llegué a Estados Unidos con el corazón destrozado, cargando con un pasado que me atormentaba y sin tener idea de que iba a ser de mi vida. Pero gracias a la misericordia de Alà y a la luz del movimiento Ahmadía, empecé a sanar. Mi camino desde una Bosnia desgastada por la guerra hasta el refugio espiritual del Jalifato, fue un proceso de transformación: del dolor a la paz, del odio a la esperanza. 

Tenía apenas ocho años cuando terminó mi infancia. En el pueblo tranquilo del este de Bosnia donde vivía, la primavera solía significar libertad, se acababan las clases  y comenzaban esos días de verano largos y despreocupados con la familia, los animales y la naturaleza en las montañas. Pero en mayo de ese año, todo cambió de golpe. Estalló la guerra y, en un instante, mi mundo se convirtió en cenizas. Mi pueblo fue incendiado y nuestros vecinos, muchos de los cuales habían sido nuestros maestros y líderes comunitarios, se volvieron en contra nuestra. Entró el miedo y salió la inocencia. A partir de ese momento, la vida se convirtió en una búsqueda constante de un lugar seguro.

Durante cuatro años, nos tuvimos que mover de un lado a otro, pasando de una supuesta «zona segura» a otra. Muchas veces estuve separada de mi padre durante meses, una vez durante nueve meses, lo que me resultaba insoportable. Dejé mis estudios momentáneamente, mis amistades se desarmaron y el trauma, aunque escondido, quedó profundamente grabado en mi alma. Incluso cuando la guerra terminó oficialmente, la paz se sintió como una palabra dicha demasiado pronto. El mundo afuera quizás siguió con su vida ,pero yo, como tantos otros, llevaba las cicatrices invisibles de la guerra. Había perdido la confianza, la estabilidad y, lo peor de todo, había empezado a perder la capacidad de tener esperanza.

A pesar de todo lo que pase, hubo un refugio que nunca me traicionó: la mezquita. No importaba a dónde tuviéramos que ir, la mezquita seguía siendo un lugar de calma y apoyo. De niña, iba en busca de la misericordia de Dios. Durante la guerra, volví una y otra vez, aferrándome a mi fe como una balsa en aguas tormentosas. Sin embargo, incluso en la mezquita sentía que me faltaba algo. Los muros y la santidad de la mezquita siempre me recordaban que estaba en la casa de Dios, un lugar de seguridad y misericordia. Pero las interpretaciones de las enseñanzas islámicas que escuchaba de los imanes a menudo parecían filtradas por la política o la cultura. Sus mensajes parecían rígidos y, a veces, carentes de la compasión y la misericordia que yo encontraba en el Sagrado Corán.

En ese momento no podía poner en palabras, pero sentía que las enseñanzas del Corán eran mucho más profundas de lo que había escuchado. Seguía buscando, esperando, con esperanza y paciencia

Con el tiempo, después de la guerra, mi familia se mudo a Sarajevo. En el año 2000, tomamos la dolorosa pero necesaria decisión de emigrar a Estados Unidos. Mi hermana menor necesitaba atención médica y la economía bosnia de posguerra ofrecía pocas esperanzas. Yo era una adolescente cuando llegamos a Estados Unidos, pero en lugar de encontrar alivio, me vi sumida en otro tipo de shock.

Todo era desconocido: el idioma, la gente y las escuelas. Me soltaron en un instituto estadounidense donde no entendía nada, no podía relacionarme con nadie y me sentía completamente sola. En esa soledad, regresó una vieja oscuridad: el resentimiento.

Todo mi sufrimiento y mis traumas volvieron a la superficie, y en mi corazón empecé a asociarlos con los que practicaban una fe diferente. Las cicatrices de la guerra se convirtieron en culpa. Me dolía el corazón, y la confusión de la migración no hizo sino intensificar mi conflicto interior. ¿Por qué estaba en esta tierra lejana? Culpaba a quienes me habían obligado a abandonar mi pueblo, sintiendo la profunda injusticia de ser desarraigada y colocada en una tierra tan lejana de todo lo que había conocido.

Entonces, algo cambió. Mis oraciones se volvieron más regulares que nunca. Unas semanas después de nuestra llegada, nos visitó un amigo de mi hermano mayor, con el que había ido al instituto en Bosnia. Llevaba ya un año en Estados Unidos y nos ayudó a orientarnos en nuestra nueva realidad.

Lo que más me impactó no fueron sus habilidades del idioma ni sus consejos, sino su fe. Rezaba y hablaba del islam con tanta convicción y amor. Dijo algo que nos dejó atónitos: «El Mesías Prometido, el Imam Mahdi, ya ha venido». Aunque algunas de las cosas que nos dijo me desconcertaron un poco, porque no estaba familiarizada con este tipo de interpretación del islam, me entro una curiosidad tremenda  y le pedí libros. En aquella época, sólo se habían traducido dos al bosnio. Los devoré. Me sentí como agua en el desierto. Por primera vez, sentí que empezaba a comprender el islam del Santo Profeta Muhammad (sa), no el islam con el que yo había crecido, moldeado por la rigidez cultural y el trauma, sino uno arraigado en la misericordia, la justicia y el amor universal.

Profundicé en mis estudios leyendo la traducción bosnia del Sagrado Corán, cruzando versículos y explorando los comentarios. Gracias a las enseñanzas del Mesías Prometido, el islam se abrió ante mí como una flor. Los versículos que conocía desde hacía años empezaron a brillar con nueva luz:

“Rechaza el mal con lo que es mejor y observa como aquel entre cuya persona y tú existía la enemistad, se vuelve como si fuera un amigo entrañable.”(Surah Ha Mim as-Sajdah, Cap.41: V.35)

“Pues no te hemos enviado sino como misericordia para todos los pueblos” (Surah al-Anbiya, Cap.21: V.108)

Mientras crecía, escuchaba a menudo muchos versículos y hadices compartidos por los imanes de mis mezquitas locales. Sin embargo, con frecuencia se hacía hincapié en aplicar estos valores principalmente dentro de la comunidad musulmana, hacia los demás creyentes.

Aunque la bondad hacia los musulmanes es importante, los propios versículos transmiten un mensaje mucho más amplio. No se limitan únicamente a los musulmanes; articulan una ética universal, una misericordia y una bondad que deberían extenderse a todas las personas. Las duras interpretaciones que había encontrado se desvanecieron al calor de estas verdades. Me di cuenta de que la bondad, el perdón y el amor no son signos de debilidad, sino de fuerza divina.

No fue hasta que empecé a leer los escritos del Mesías Prometido, que era el siervo más humilde y sincero del Santo Profeta Muhammad (sa), cuando empecé a comprenderlo de verdad. Sus explicaciones no sólo se hacían eco de estas enseñanzas, sino que las encarnaban.

El Mesías Prometido nos ha recordado:

“Ejerced todo el poder para difundir la Unicidad de Dios en la tierra. Mostrad misericordia a Sus siervos y no los agraviéis ni con la lengua ni con la mano ni por ningún otro medio, y esforzaos por el bienestar de la creación de Dios. No te comportes con arrogancia con nadie aunque sea tu subordinado, y no injuries a nadie aunque te injurie a ti. Sé humilde, tolerante, bienintencionado y compasivo con la creación de Dios para que puedas ser aceptado por Dios. Hay muchos que muestran mansedumbre, pero son lobos por dentro. Hay muchos que por fuera parecen limpios, pero por dentro son serpientes. Por tanto, no podéis ser aceptados por Dios si no sois iguales por dentro y por fuera”. (El Arca de Noé [Kashti-e-Nuh], pp. 19-20)

Y entonces me enteré de la existencia de Khilafat.

Durante la mayor parte de mi vida, cargué con heridas que no podía nombrar, el dolor de verme obligada a abandonar mi pueblo, la angustia de dejar mi país y el peso de los recuerdos que ningún niño debería tener que soportar. Buscaba paz, pertenencia y una razón detrás del sufrimiento, así como la fuerza para perdonar.

A través de la Julafa-e-Ahmadia, encontré algo que nunca esperé: la curación. El mensaje del islam no sólo se conservaba a través de ellos, sino que se vivía. Los julafa no se limitaba a predicar la misericordia del Santo Profeta Muhammadsa, sino que la encarnaban. Mientras leía y escuchaba sus mensajes, libros y orientaciones a la yamat, me encontraba una y otra vez con la misma verdad: que el islam, en su esencia, es una fe de paz, compasión y servicio a toda la humanidad.

Fue en las palabras de Su Santidad el Jalifatul Masih IVrh donde sentí que algo cambiaba dentro de mí, como si hablara directamente a los lugares fracturados de mi alma:

“Estamos unidos a Dios, y el mundo entero es nuestra patria. Hemos sido creados para el bien. Nuestro mensaje es uníos en la bondad y la rectitud. Debemos ayudarnos unos a otros a promover esas cualidades”. (Discurso de apertura, Jalsa Salana UK, 31 de julio de 1992 – La Unidad de Dios)

Estas palabras, junto con mensajes similares de todos los julafa-e-Ahmadiyyat, no sólo me reconfortaron, sino que me curaron con la misericordia de Dios. Me devolvieron el sentido de mi identidad, no como refugiada o víctima, sino como sierva de Dios con un propósito mayor que el dolor: difundir el mensaje del islam, propagar el amor, fomentar la paz y unir los corazones.

Ser un converso conlleva su propio tipo de trauma, especialmente cuando te falta un entorno que te apoye. Puedes perder amistades, lazos familiares y el sentido de pertenencia que tenías antes. En ese estado de vulnerabilidad, es fácil sentirse herido, decepcionado o desanimado, incluso por cosas pequeñas. A veces, al observar a otros ahmadíes y darse cuenta de cómo algunos se alejan de las hermosas enseñanzas del Ahmadía, ser testigo de ello puede herirte profundamente.

Aunque la Ahmadía curó las heridas de la guerra y me ayudó a avanzar en mi vida, abrazar esta fe también significó distanciarme de muchas cosas que antes me eran queridas. En esos primeros cinco o seis años, luché. Era joven y me resultaba difícil comprender cómo unos pocos que pertenecían a una Jamaat tan hermosa podían a veces actuar de forma tan diferente a las enseñanzas de nuestros libros. Ahora, mirando atrás 25 años después, me doy cuenta de que había colocado a la gente en un pedestal realmente alto. El conflicto interno de amar la Ahmadía y a la vez sentirme perdido dentro de la comunidad se resolvió finalmente en el momento en que conocí a Hazrat Khalifatul Masih Vaba.

Nunca tuve el honor de conocer a Su Santidad  Jalifatul Masih IVrh, pero en 2008, tuve la bendición de conocer a Su Santidad Jalifatul Masih Vaba por primera vez. En ese momento, estaba atravesando una intensa lucha interior para encontrar mi lugar, dejar ir lo que había perdido y aferrarme a lo que había ganado.

Sabiendo que nuestro Jalifa tiene una agenda apretada y que las audiencias privadas son breves, le pedí a mi marido que me dejara hablar, ya que quería tener la oportunidad de hacerle a Huzooraba las preguntas que habían preocupado mi corazón durante tanto tiempo. Esperamos durante cinco o seis horas. Recuerdo ver a la gente entrar y salir de la oficina del Huzooraba, salir sonriendo o con lágrimas en los ojos. Fue una experiencia preciosa. Finalmente, llegó nuestro turno.

Había oído a muchos ahmadíes describir lo que se siente al conocer al Jalifa, pero ninguna descripción podría haberme preparado. En cuanto entras, tu corazón encuentra la paz. El rostro de Huzuraba puede parecer cansado físicamente, pero su presencia, su nur [luz divina] y la atmósfera te envuelven por completo.

En cuanto a mis preguntas… nunca me las hicieron.

En esos preciosos dos o tres minutos, sólo pude llorar. No dije gran cosa, salvo un silencioso agradecimiento por estar en su presencia. Mi hijo de seis años fue quien más habló. Huzuraba, con su suave voz, me preguntó más de una vez: «¿Estás bien?». Incluso miró a mi marido y le pidió que confirmara si yo estaba bien. Cuando vio que mi marido lloraba y permanecía callado, mi hijo captó toda la atención de Huzuraba y se comunicaron.

Eso fue todo, sin sermones, sin respuestas. Sólo eso. Y de alguna manera, lo fue todo. En ese breve momento, Dios liberó la tensión de mi corazón. Me quitó la tristeza, la amargura y la confusión. Una vez más, me curé, no con palabras, sino a través de la silenciosa misericordia que fluye a través de jilafat.

Hoy ya no me defino por lo que perdí, sino por lo que he encontrado: una fe que me enseñó a perdonar, una comunidad que me dio un propósito y un líder espiritual cuyas oraciones siguen elevando a millones de personas, incluida yo. El trauma de la guerra marcó mis primeros años, pero no definió mi futuro. A través de la Ahmadía y la guía de jilafat, descubrí no sólo quién soy, sino quién estoy destinado a ser: un siervo de Dios, una voz de esperanza y paz, y un seguidor de una misión divina.

En presencia de Hazrat Khalifatul Masihaba, encontré lo que había estado buscando toda mi vida, no respuestas, sino paz; no explicaciones, sino curación. A través de esta conexión, aprendí a dejar ir el odio y abrazar el amor.

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