El Santo Profeta Muhammad Historia de profetas Islam

La vida de Muhammad (sa) Parte 1: Arabia en la época del nacimiento del Profeta

En esta  sección, exploramos la vida del Profeta Muhammad (sa), desde su nacimiento, hasta su muerte. Pasando por su labor como profeta, como líder justo y como excelente marido. Analizamos qué hizo para convertirse en una de las figuras más influyentes del mundo.

SU SANTIDAD MIRZA BASHIRUDDIN MAHMUD


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El Profeta (sa) nació en La Meca en agosto de 570 d.C. Le dieron el nombre de Muhammad (sa), que significa “el alabado”. Para comprender su vida y su carácter, es necesario poseer un conocimiento básico de las condiciones que existían en Arabia en la época de su nacimiento.

Cuando el Profeta (sa) nació, todo el pueblo árabe, con muy contadas excepciones, era politeísta. Los árabes descendían de Abraham, y sabían que había sido un maestro monoteísta, pero a pesar de ello mantenían creencias y prácticas politeístas. Argumentaban que algunos hombres gozan de un contacto especial con Dios, que acepta su intercesión a favor de otros; y que para los simples mortales es difícil alcanzar a Dios. Sólo Le alcanzan los seres perfectos; las personas normales necesitan a otros que medien en su nombre para lograr Su agrado y misericordia. Esta actitud les permitía reconciliar su reverencia hacia Abraham, el monoteísta, con sus propias creencias politeístas. Abraham, decían, pudo alcanzar a Dios sin intercesión de nadie porque era un santo, pero los mequíes corrientes no podían lograrlo sin la mediación de otros hombres santos y justos. Para conseguir esta intercesión, el pueblo de La Meca había convertido en ídolos a muchas personas santas y justas a las que adoraban y hacían ofrendas para complacer a Dios a su través.

Era una actitud primitiva, ilógica y poco racional, que no obstante no preocupaba en absoluto a los mequíes. No habían tenido, desde hacía mucho tiempo ningún maestro monoteísta, y el politeísmo, una vez que arraiga en cualquier sociedad, se extiende sin conocer límites. Se dice que en la época en la que nació el Profeta (sa) había trescientos sesenta ídolos sólo en la Ka’ba, la Mezquita Sagrada de todo el Islam, construida por Abraham y su hijo Ismael. Parece ser que los mequíes tenían un ídolo para cada día del año lunar. En otros lugares, y en otros recintos grandes habían muchos más. De ahí que podamos afirmar que la creencia politeísta se extendía a todas las regiones de Arabia. Los árabes se afanaban por cultivar su tradición oral. Se interesaban mucho por el idioma hablado, y se esforzaban por conseguir su progreso. Sus aspiraciones intelectuales, sin embargo, eran escasas. No sabían nada de historia, geografía o matemáticas, pero al ser un pueblo del desierto, obligado a orientarse sin puntos físicos de referencia, habían desarrollado un interés muy profundo en la astronomía. No había una sola escuela en toda Arabia, y se dice que en La Meca sólo unos cuantos hombres sabían leer y escribir.

Desde el punto de vista moral, los árabes eran un pueblo lleno de contradicciones. Tenían defectos morales muy graves, y también cualidades éticas admirables. Solían beber en exceso; y el hecho de embriagarse y comportarse como salvajes bajo la influencia de la bebida se consideraba una virtud más que un vicio. Para ellos, un verdadero caballero era el que invitaba a sus amigos y vecinos a juergas regulares, y el hombre rico debía celebrar semejantes festejos al menos cinco veces al día. El juego constituía su deporte nacional. Lo habían convertido en un arte, pero no apostaban dinero para hacerse ricos, pues el ganador debía invitar a sus amigos. En tiempos de guerra, se recogían fondos a través del juego. Aún hoy existe la institución de la lotería nacional, que se utiliza para recaudar fondos para la guerra. Esta institución ha sido descubierta de nuevo en nuestros días por los europeos y americanos, aunque deben de tener en consideración que no hacen más que imitar a los árabes. Cuando estallaba una guerra, las tribus árabes se reunían para organizar el juego. El ganador debía sufragar la mayor parte de los gastos de la guerra.

Los árabes desconocían las facilidades de la vida civilizada. Su oficio principal era el comercio y con tal fin, enviaban sus caravanas a lugares lejanos. De esta forma mantenían relaciones comerciales con Abisinia, Siria, Palestina e incluso la India. Los árabes ricos admiraban las espadas indias. Su ropa procedía en gran parte de Siria y el Yemen. Los centros comerciales eran las ciudades. El resto de Arabia, con la excepción del Yemen y de algunas regiones del norte, era beduina. No existían asentamientos duraderos, ni lugares permanentes de residencia. Las distintas tribus se habían repartido el país entre sí, de modo que los miembros de cada tribu se desplazaban libremente por su propio territorio. Al agotarse los recursos de agua en un lugar, se desplazaban a otro sitio, instalándose allí. Su capital consistía en ovejas, cabras y camellos. De la lana hacían la tela, y de las pieles fabricaban tiendas de campaña, vendiendo lo sobrante en los mercados. El oro y la plata no les eran desconocidos, pero eran posesiones raras. Los pobres hacían adornos de cauris y sustancias fragantes. Las semillas de melón se limpiaban, se secaban y se unían para hacer collares.

Los delitos y actos inmorales eran comunes. Los hurtos escaseaban, pero los atracos eran habituales. Atracar y despojar al prójimo se consideraba un derecho de nacimiento. Pero al mismo tiempo, cumplían sus promesas con más fidelidad que ningún otro pueblo. Si un hombre acudía a un jefe poderoso o a una tribu buscando asilo, dicho jefe o tribu estaban obligados a brindarle la protección solicitada. En caso de negarse, la tribu perdía influencia en todo el país. Los poetas gozaban de un gran prestigio. Eran honrados como líderes nacionales. Se esperaba de los jefes que poseyeran grandes dotes de oratoria e incluso que supieran escribir poesía. La hospitalidad se había convertido en una virtud nacional. Cuando llegaba a las tiendas de una tribu un viajero solitario, era tratado como un invitado de honor. Se sacrificaban los mejores animales en deferencia suya, y se le mostraba la mayor consideración. No importaba quién fuera el invitado. La visita suponía un incremento del prestigio de la tribu, y por tanto, constituía un deber honrar al invitado para mejorar su propia reputación.

Las mujeres en esta sociedad no tenían estatus ni derechos. Se consideraba decente matar a las recién nacidas. Es un error, sin embargo, imaginar que el infanticidio era practicado a nivel nacional. Una práctica tan peligrosa no podía estar extendida en todo el país, ya que hubiera significado la extinción de la raza. La verdad es que en Arabia -o en la India, o en cualquier país donde el infanticidio haya existido alguna vez- tal práctica se limitaba a ciertas familias. Las familias árabes que la practicaban, o bien tenían una idea exagerada de su estatus social, o bien se veían de alguna manera compelidos a hacerlo. Tal vez no encontraran pretendientes adecuados para sus hijas, y sabiéndolo, mataban a las niñas. La perversidad de tal práctica está en su barbarie y crueldad, no en el impacto sobre la población del país. Para matar a las recién nacidas, las enterraban vivas, o bien las estrangulaban.

Sólo a la madre biológica se consideraba como tal en la sociedad árabe. Las madrastras no tenían esta categoría y por tanto, era legítimo que un hijo se casara con su madrastra tras la muerte de su padre. Los matrimonios polígamos eran corrientes, y no existía límite alguno en el número de esposas que un hombre podía tomar. Un hombre se podía casar con varias hermanas al mismo tiempo.

El peor trato estaba reservado a los combatientes vencidos en una guerra. Cuando el odio era intenso, no dudaban en despedazar a los heridos y extraer sus entrañas cual caníbales. Tampoco dudaban en mutilar los cuerpos de sus enemigos. Cortar la nariz o las orejas, o extraer un ojo, era una forma común de la crueldad que se practicaba. La esclavitud era habitual. Las tribus débiles eran esclavizadas, y el esclavo no poseía ningún derecho ni estatus: los amos hacían con los esclavos lo que querían. No se podía aplicar ninguna sanción al amo que maltrataba a su esclavo. Podía matar a su esclavo sin tener que responder de dicha acción. Incluso si un amo mataba al esclavo de otro, no se le imponía la pena de muerte, sino sólo una compensación adecuada para el amo del esclavo muerto. Las esclavas servían para satisfacer los deseos sexuales de sus amos. Los niños que nacían de tales uniones también eran tratados como esclavos, y sus madres seguían siendo esclavas. A nivel de civilización y progreso social, los árabes eran un pueblo muy atrasado. La bondad y la consideración mutua eran desconocidas. La mujer tenía el peor estatus posible. Y a pesar de todo, como hemos señalado, los árabes poseían ciertas virtudes, entre las cuales destacaba la valentía personal, que alcanzaba cotas muy altas.

Entre este tipo de personas, pues, nació el Santo Profeta (sa) del Islam. Su padre, ‘Abdul’lah, había muerto antes de su nacimiento. Por consiguiente, fue su abuelo ‘Abd al-Muttalib quien tuvo que ocuparse del niño y de su madre, Amina. El niño Muhammad (sa) fue amamantado por una campesina que vivía cerca de Ta’if. En la Arabia de aquella época era costumbre confiar a los niños a mujeres del campo que se encargaban de educarles, de enseñarles a hablar, así como de cuidar de su salud física. Cuando el Profeta (sa) tenía un año1, su madre murió en el curso de un viaje desde Medina a La Meca, y tuvo que ser enterrada en el camino. Una criada trajo al niño a La Meca y lo entregó a su abuelo. Cuando tenía ocho años, su abuelo también falleció, y su tío Abu Talib se convirtió en su tutor, de acuerdo al deseo expresado por el abuelo en su testamento. El Profeta (sa) tuvo en dos o tres ocasiones la oportunidad de viajar fuera de Arabia. Una de estas ocasiones se presentó cuando, a la edad de doce años, visitó Siria con Abu Talib. Parece ser que en este viaje sólo llegó a las ciudades del sureste de Siria, ya que en las referencias históricas no se hace mención a ciudades como Jerusalén. Desde entonces y hasta que cumplió la mayoría de edad, permaneció en La Meca. Desde su infancia, se entregó a la reflexión y a la meditación. No tomaba parte en las querellas y peleas de los demás, salvo para intentar detenerlas. Se dice que las tribus que vivían en La Meca y en los territorios circundantes, cansadas ya de las interminables disputas, acordaron fundar una asociación con el fin de ayudar a las víctimas de la agresión y la injusticia. Cuando el Santo Profeta (sa) supo de dicha asociación, se unió inmediatamente a ella. Los miembros de la asociación se comprometieron de la siguiente forma:

“Ayudarán a los oprimidos y les devolverán sus derechos, mientras quede una gota de agua en el mar. De no hacerlo, recompensarán a las víctimas con sus propios bienes.” (Sirat Ibni Hisham por Imam Suhaili).

Al parecer, ningún miembro de la asociación fue requerido para que cumpliera con la promesa solemnemente jurada, salvo el Santo Profeta (sa). Su peor enemigo era Abu Yahl, que predicaba el ostracismo social y la humillación pública del Profeta (sa). En aquellos días, llegó un forastero a La Meca, a quién Abu Yahl debía dinero, y al que se negaba a pagarle. El forastero mencionó el problema a varias personas en la ciudad, y algunos jóvenes, por pura malicia, le recomendaron que fuera a ver al Profeta (sa). Pensaban que élsa se negaría a ayudarle por temor a la oposición generalizada que había en contra suya, y sobre todo, por temor a Abu Yahl. Si se negaba, los demás dirían que había faltado a su solemne promesa hecha a la asociación; de lo contrario, si decidía pedir a Abu Yahl que saldara su deuda, éste le rechazaría con desdén. El forastero acudió al Profeta (sa) y se quejó de la conducta de Abu Yahl. El Profeta (sa), sin vacilar un momento, se levantó y le acompañó hasta la morada de Abu Yahl. Llamó a la puerta y cuando Abu Yahl abrió, le pidió que devolviera el préstamo. Abu Yahl, asombrado, no ofreció ningún pretexto y pagó la cuantía de inmediato. Cuando los otros jefes mequíes supieron lo ocurrido, censuraron a Abu Yahl, y le reprocharon su debilidad y falta de constancia. Había predicado el ostracismo social del Profeta (sa), pero él mismo había aceptado su indicación de devolver el dinero prestado. En su defensa, Abu Yahl afirmó que cualquier persona hubiera hecho lo mismo; explicó que había visto dos camellos salvajes, uno a cada lado del Profeta (sa), dispuestos a atacarle. Es difícil identificar esta experiencia, ¿fue acaso una aparición milagrosa destinada a perturbar a Abu Yahl?, o ¿fue la fuerte personalidad del Profeta (sa) lo que le produjo la alucinación? Un hombre odiado y oprimido por una ciudad entera había tenido el valor de enfrentarse por sí sólo al jefe de la ciudad para exigir la restitución de un préstamo. Quizás fuera esta visión tan inesperada la que asustó tanto a Abu Yahl, que por un momento, olvidó lo que había jurado hacer contra el Profeta (sa) y le obligó a actuar de acuerdo con su recomendación (Hisham).

Puedes ver el libro al completo en el siguiente link: https://www.ahmadiyya-islam.org/es/publicaciones/la-vida-de-muhammad/

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La vida del Profeta Muhammad parte 2

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