Por Erika Patricia Botero
Buenos Aires, abril de 2025.
La Feria Internacional del Libro de Buenos Aires es un acontecimiento vibrante. Cada año, sus pasillos se llenan de palabras impresas, de voces que buscan ser escuchadas, de historias que, al desplegarse en las páginas, nos recuerdan que aún somos capaces de imaginar otros mundos. Caminaba entre los stands con esa disposición que tienen los viajeros sin mapa: la de dejarse sorprender.
Fue entonces cuando algo, pequeño y silencioso, me detuvo. No era un gran escenario ni un stand con luces. Era una mesa modesta, sin más ornamento que unos ejemplares del Corán en español y un cartel sencillo, casi susurrado:
“Amor para todos, odio para nadie.”
No pude evitar acercarme, preguntándome cómo era esto posible: un latinoamericano, musulmán, en Argentina, hablando de Allah, y sin la pretensión de imponer su fe por sobre las demás creencias, sin pretensiones, delicado, pero contundente.
Allí estaba él. Un hombre de presencia serena, rasgos andinos, mirada limpia. Su cuerpo quieto, pero su alma, sentí, estaba llena de movimiento. Su nombre era Antonio. Algo en su presencia hablaba de quietud después de una larga travesía. Me presenté, le pregunté si podíamos conversar, y así comenzó uno de esos encuentros que no se olvidan, porque tocan un lugar profundo, donde las palabras dejan de ser ideas para convertirse en revelaciones.
“Yo soy Antonio”, “Mi nombre es Antonio”, me dijo, mientras me ofrecía asiento con una hospitalidad desarmante.
“Nací en la provincia de Ichilo, en el departamento de Santa Cruz, Bolivia. Tengo cuarenta y cuatro años. Antes era profesor de inglés. Vivía tranquilo. Pero en 2011 decidí mudarme a la ciudad de Santa Cruz para trabajar en la construcción.”
Me hablaba con la calma de quien ha aprendido a contemplar la vida desde una profundidad nueva. Me contó que vivía en Guarnes, a unos treinta y cinco minutos del centro de la ciudad, y que cerca de su casa había un terreno abandonado, olvidado por todos, perdido del radar de los sueños.
“Un día cualquiera —me dijo—, llegaron unas personas extrañas. Tenían ropajes diferentes, hablaban con acento extranjero. Venían de Canadá. Eran misioneros de la Comunidad Ahmadía. Entre ellos, estaba el Imán Attaul Manan, con quien empecé este camino de transformación”
Antonio, impulsado por una mezcla de curiosidad y respeto, se acercó. “El Imán no hablaba español, pero yo sabía inglés. Así que, como pudimos, empezamos a comunicarnos. A veces no entendía todo, pero había algo en su mirada, en su forma de estar, que me generaba confianza. Así fue naciendo una conexión, más allá de las palabras.”
“Me costaba aceptar… pero algo se iba llenando”
Su historia no era la de una conversión abrupta ni la de un salto al vacío. Era, más bien, un lento florecer.
“Yo crecí en un hogar profundamente católico. Así que, al principio, sentía una contradicción interna. Mi yo personal me decía que no podía aceptar esas nuevas ideas. Pero a medida que me acercaba al Islam, empecé a sentir que ese vacío que tenía dentro… se iba llenando.”
Pronunció estas palabras con una ternura conmovedora. Me recordó que la espiritualidad no siempre llega envuelta en certezas, sino más bien en preguntas que no sabíamos que necesitábamos hacernos.
“Para 2013, estaba bien en lo económico, en lo laboral… pero algo faltaba. Sentía que necesitaba encontrar una verdad que tocara mi corazón. Empecé a buscar. A leer. A preguntar. Me alimenté de conocimiento. Y sentí paz. Una paz que no venía de fuera, sino desde lo más profundo.”
Hizo una pausa, sonrió con los ojos, sí, con los ojos, y dijo:
“Después de cuatro años, me convertí al Islam. Sentía tranquilidad. Sentía que lo tenía todo.” “¿Discriminación? Sí… pero también respeto”
Le pregunté si había sentido rechazo. Si su entorno cambió tras su decisión. Me miró con sinceridad, con la transparencia de quien no pretende maquillar su historia:
“Sí. Escuché comentarios. Algunos decían que por ser musulmán era un terrorista. Hay mucho desconocimiento, mucha confusión sobre el Islam. Pero, al mismo tiempo, en mi comunidad, en mi círculo más cercano, no sentí discriminación. Mi familia, mis amigos… me siguieron viendo como Antonio. Y eso fue importante. Me sostuvieron.”
Lo decía sin resentimiento. Con una comprensión madura, profunda. Antonio no juzga: observa. Y desde esa observación, construye puentes.
“En la Comunidad Ahmadía encontré acogida. No discriminan. Me enseñaron a cuidar mi cuerpo, mi mente, mi espíritu. Aprendí normas de limpieza, de civismo, de alimentación saludable. Me enseñaron a vivir con más consciencia.”
Y luego, como si compartiera un secreto que solo se revela cuando hay verdadera escucha, agregó:
“La ignorancia duele. Pero cuando hay escucha, nos abrazamos. Y desde ahí, transmitimos paz.”
El Islam que no sale en las noticias
El stand pertenecía a la Comunidad Musulmana Ahmadía, una rama del islam fundada en 1889 en la India. Su doctrina se basa en la paz, el diálogo interreligioso y la no violencia. En Argentina, esta comunidad ha estado presente en espacios culturales, compartiendo su visión, que no busca imponer, sino convivir.
En febrero de 2024, representantes de esta comunidad se reunieron con el Papa Francisco en el Vaticano. Llevaron consigo su campaña #VocesPorLaPaz, impulsada por su líder espiritual, Su Santidad Mirza Masroor Ahmad. Fue un encuentro entre credos que apuestan por lo mismo: la paz como camino, no como utopía.
“¿Qué puente puedes tender hoy?”
Cuando me despedí de Antonio, sentí que llevaba conmigo algo más que su testimonio. Me había regalado una pregunta, simple y profunda, que desde entonces resuena en mí como una campana discreta pero persistente:
“¿Qué puente puedes tender hoy?”
La dijo sin solemnidad, pero con una convicción que me conmovió. Como si supiera que lo verdaderamente revolucionario no siempre grita, sino que se susurra.
Y en un mundo donde, según la UNESCO, el 89 % de los conflictos se producen en países con escaso diálogo intercultural, esa pregunta no es solo un gesto amable: es una urgencia ética.
La diversidad, comprendí, no es un obstáculo que debamos sortear. Es un recurso que debemos proteger. Según la misma UNESCO, el sector cultural y creativo representa el 3,1 % del PIB mundial y el 6,2 % del empleo global. Pero más allá de las cifras, la diversidad nos humaniza.
Creer, sí. Pero también construir.
Al alejarme de ese rincón silencioso de la Feria, supe que algo en mí se había transformado. Antonio no me predicó. Me contó su historia. Y en esa historia había una invitación a mirar más allá de los prejuicios. A no temer al otro. A construir puentes, no muros.
Como escribió Mario Benedetti:
“Cuando creíamos tener todas las respuestas, nos cambiaron las preguntas.”
Tal vez hoy la pregunta no sea “¿En qué crees?”,
sino “¿Qué haces con lo que crees para construir un mundo mejor?”
Antonio encontró su camino en el Islam.
Yo encontré, en su testimonio, una luz de esperanza en este momento de la historia en donde la autodestrucción de la humanidad cada vez parece respirarnos cerca, en donde parece que como humanos, no hemos aprendido de los errores y atrocidades de la guerra, en donde el racismo, la discriminación y la intolerancia parecen reflorecer; estos ejemplos de tolerancia, de respeto y de conocimiento, devuelven la fe en un futuro para todos y todas y en donde las diferencias no sean excusa para la guerra y la muerte. Y tú, que has leído hasta aquí…
¿Qué puente puedes tender hoy?
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